domingo, 24 de marzo de 2013

Ahora es siempre.

Eras una bala perdida hasta que te encontré entre mis costillas, y lo sabes.

Me pregunté qué hacías allí, cuánto tiempo llevabas dentro de mí, cómo habías llegado. No había orificio de entrada, y mira que palpé con fruición la zona.

Asumí y asimilé que si no sabía cómo habías entrado, tampoco iba a poder saber cómo podría sacarte. Tendrías que haber visto la juerga que tenía montada la adrenalina en mis venas para comprender lo que haría después.

(Hasta el miedo se atrevió a bailar con mis entrañas bajo su influjo)

¿Que qué es lo que hice después?

Ojalá pudiera decirte que me abandoné a la maravillosa sensación de sentirme vulnerable. Ojalá pudiera decirte que te supliqué en un susurro que no te movieras bruscamente porque dolías hasta cuando respiraba (respiro) en lugar de pararte los pies.

Y que ojalá no hubiera pensado que ojalá no desaparecieras nunca porque sabía que notaría el vacío que dejarías hasta el final de mis días por cómo habías corroído las paredes de mi abismo (convirtiendo sus abruptos precipicios rocosos en verdes laderas llenas de amapolas), por cómo habías hecho añicos mis pilares y por cómo habías aliñado mis labios con pedazos de mis esquemas cada vez que me los comías.

Si de lo precioso que es temblar de dolor emocional y no de placer corporal nunca hablan los poetas, yo menos.

Pero.

Que qué es lo que hice después me habías preguntado, ¿no?

Me bebí los ojalás.

Y respiré fuerte.
Otra vez.
Como ahora.
Y ahora.

Ay, qué bonito dueles.

1 comentario: